Como todo en la vida, nada es gratis. Accedemos a una comodidad mediante un sacrificio o, en este caso, cediendo libertad. Libertad, esa palabra tan usada en estos momentos por nuestro presidente: libertad de mercado, libertad de expresión. Libertades nos ofrecen, pero ¿a qué costo? Simplemente, el costo es perder absolutamente todas ellas. Cuando hablamos de billetera digital, se relaciona con comodidad, seguridad, rapidez y muchos adjetivos positivos que esconden un solo objetivo: el control.
Sí, el control absoluto de nuestro dinero, de poder hacer lo que queremos con él, desde comprar la cantidad de comida que nos plazca o podamos, cargar nafta o lo que se nos ocurra. Ahora, remontémonos a unos años atrás, a la infame pandemia. No sé si recuerdan lo siguiente: el gobierno intentó suspender las tarjetas SUBE que no estaban asociadas al permiso de circulación. Esto significaba que si el estado no te autorizaba a circular por el motivo que a él le pareciera, uno estaba atado de pies y manos. Ellos tienen el control absoluto de tu movilidad en transporte público.
Entendamos que el transporte, el peaje, los home banking y las billeteras virtuales pueden ser puestas en stand by (espera) sin que uno pueda mover un solo peso, trasladarse por una autopista o dirigirse hacia su lugar de trabajo. Hoy, la manera de tratar la pandemia es absolutamente criticada y puesta en tela de juicio, pero la única conclusión es que somos rehenes del gobierno de turno. Estamos a su merced. El discurso de rapidez, automaticidad, y practicidad se vuelve algo ínfimo al tener una espada de Damocles digital pendiendo sobre nuestras cabezas.
Para comprender mejor el impacto potencial de estas medidas, es útil examinar un caso reciente: los bloqueos de cuentas bancarias por parte del gobierno de Canadá durante las manifestaciones del convoy de camioneros en 2022. En respuesta a las protestas contra las medidas sanitarias de COVID-19, el gobierno canadiense invocó la Ley de Emergencias, permitiendo a las autoridades congelar cuentas bancarias de los manifestantes y aquellos que los apoyaban financieramente.
Otro ejemlpo de esto lo encontramos en el llamado “crédito social”, implementado en China desde 2014, y aún se encuentra en expansión. El sistema de crédito social recopila datos de una variedad de fuentes, incluyendo cámaras de vigilancia, registros financieros, interacciones en redes sociales y otros comportamientos observados en la vida cotidiana. Con esta información, se asigna una puntuación a cada ciudadano y entidad comercial. Aquellos con puntuaciones altas pueden recibir beneficios como acceso a mejores servicios y préstamos con tasas de interés bajas, mientras que los de puntuaciones bajas pueden enfrentar restricciones, como la imposibilidad de comprar pasajes, acceder a ciertos trabajos, etc.
La posibilidad de ser constantemente observado y evaluado crea un entorno donde la conformidad y la autocensura se convierten en la norma. Este tipo de vigilancia masiva puede llevar a una sociedad donde el miedo a las repercusiones negativas limita la expresión y la autonomía personal. Uno de los aspectos más alarmantes del crédito social es su capacidad para afectar directamente la vida financiera de las personas, limitando notoriamente la capacidad de los ciudadanos para llevar una vida normal. Este control financiero se utiliza como un medio de coacción para garantizar el cumplimiento de las normas y expectativas del gobierno que lo implementa.
Ayer, la justificación fue el COVID; quizás mañana sea nuestra forma de expresarnos en redes sociales o, directamente, un capricho gubernamental.